Yira, yira: representaciones de la prostitución en tres obras del teatro argentino

Por Celina Ballón
Lejos de las versiones típicas del tango, tres obras de la cartelera porteña indagan la problemática con una perspectiva centrada en la explotación económica y en la violencia de género. A continuación ofrecemos una reseña de cada una de ellas:
 
Cortina de abalorios: cuando el prostíbulo es también la casa de gobierno.

María Moggia –directora de la puesta que analizamos– afirma que “Cortina de abalorios es una metáfora sobre la timba de tierras públicas y la opresión de los pueblos latinoamericanos”. Acordamos con su caracterización y creemos que la pieza es, además, una exploración acerca del concepto mismo de prostitución.
Al principio de la pieza, la prostituta –a la que Monti, para delicia de los psicoanalistas, da el nombre de Mamá- encarna una figura cara al imaginario social prostituidor: es una mujer segura de sí misma que utiliza su atractivo erótico como arma para dominar a los hombres. Utiliza a un pobre muchacho que trabaja de mozo a fin de satisfacer sus deseos, pero sobre todo de dar rienda suelta a su sadismo.
Un abordaje superficial podría considerar que su sexualidad le ha permitido empoderarse a expensas del prójimo, hasta que llega, pisando fuerte, el cacique del pueblo (que ni bien pone un pie en el prostíbulo saluda a la madama con un “Ave María Purísima” campero y burlón). Pezuela – así se llama el cacique – ha ido allí a hacer negocios con Pophan, un inglés interesado en carne, puertos y ferrocarriles. El prostíbulo es el escenario de una negociación en la que hay otra clase de entrega indignante: las tierras del país se comprometen a cambio de un dinero que llega tarde y mal. Al principio de la pieza, la prostituta se queja del olor a bosta del desierto. Recién cuando el cacique negocia con el inglés comprendemos cabalmente qué huele mal.

“Vender es fácil. ¿Pero qué vendo yo y qué vende usted?” La pregunta del inglés no hace referencia sólo a la división internacional del trabajo. Cortina de abalorios es una obra acerca de la carne, tanto en su sentido literal como metafórico.

“Burda carne. Efímera, corruptible. Y carne muerta. Es decir, un grado comestible de lo pútrido”. Pophan habla aquí tanto de la raza Holando Argentina como de la prostituta y Pezuela lo entiende a la perfección, ya que además de cacique y terrateniente, es proxeneta.
Hablar de lo indigno que se vende es un atajo para evitar hablar de lo infame de la compra. El carácter deshumanizante de la prostitución es puesto de manifiesto con los términos más duros por el mismo Pezuela, que compara a Mamá con una vaca y la define como “un poema proteínico”. “Con un poco de ayuda y un poco de cuidado –y si Dios está con nosotros– se reproduce al infinito”.
Las palabras del cacique confirman lo que algunas teóricas del feminismo han puesto de manifiesto: que en el mercado de la prostitución no se vende la fuerza de trabajo, sino las personas. Y que este tráfico presenta muchas ventajas con respecto a otro tipo de negocio. Con respecto a este último punto, Carmen Vigil y María Luisa Vicente señalan que “el consumo de esta mercancía está bien visto en los países de destino, las mujeres y niñas se pueden revender tantas veces como se quiera y la demanda es extremadamente elástica, capaz de absorber lo que le echen”. Con un cinismo feroz, Pezuela resalta la ventaja mayor de ese negocio: el misérrimo costo de producción de la mercancía prostituta.

A diferencia de algunas puestas asépticas que optan por aligerar el peso de lo que narra la obra, la versión de María Moggia extrema las aristas más cortantes del texto. La prostituta es así ordeñada por Pophan en escena: la identidad entre la mujer y el animal deja de ser metafórica para asumir un perturbador carácter concreto. Estamos ante una versión que opta por incomodar, lo cual resulta coherente con un texto que plantea problemáticas tan duras y vigentes.

La Varsovia y El desván: las prostitutas tienen la palabra

Estas dos obras de Patricia Suárez forman parte de una trilogía que tematiza la trata de personas perpetrada por la Zwi Migdal, una organización judía que llegó a contar con personería jurídica otorgada por el gobierno bonaerense. Ambas obras cuentan con mujeres como único personaje: las voces de las mujeres prostituidas ocupan la totalidad del texto. Y -no casualmente- el tema de conversación resulta ser un hombre.

La Varsovia cuenta un viaje: aquél que realizan dos reclutadores y una joven recién captada rumbo a Buenos Aires. Los reclutadores son un rufián y una prostituta veterana que oficia de amante. La joven es la prometida del proxeneta, que dice dedicarse al negocio de las pieles. Cuando Rachela pide precisiones acerca del negocio de su futuro marido, Mignon –que conoce en carne propia el oficio- le dice que el hombre exporta zorras patagónicas e importa martas. Rachela se compadece de la suerte sufrida por ellas y Mignon le da una respuesta feroz: “No diga pobrecitas, Rachela. Están en el mundo para ser usadas”.
Las martas, las rachelas y las mignones son material a disposición del hombre. Al fin y al cabo, todas son zorras. “Si no las aprovecha el hombre,¿quién las aprovecha?” pregunta retóricamente Mignón, dejando en claro que las mujeres son materia prima destinada al usufructo.

La obra ilustra un fenómeno que han señalado teóricos tan dsímiles como Fanon, Foucault y Bourdieu: la dificultad de los dominados para pensar el mundo con categorías que impugnen las de sus dominadores. Los mecanismos de disciplinamiento propios del rufianismo favorecen el Síndrome de Estocolmo en las víctimas, lo cual afirma aún más el lazo que las sujeta al proxeneta. Eso es lo que sucede con la joven Rachela, que le ilusiona con el matrimonio (falso) que habrá de unirla a su explotador: “Él no contaba con que se enamoraría de mí” dice la joven recién reclutada, que ha terminado por aceptar de buen grado su destino. Mignon le advierte que lo que le espera es más duro de lo que puede imaginar, pero Rachela no le cree: “Yo valgo treinta mil rublos, no lo olvide. (…) Usted, Esther, vale lo que el escarpín de la cocinera. Lana, espadarapo y suciedad. ¿Cuánto es eso? ¿Veinte rublos? ¿Quince rublos? ¿Menos, quizás?” Mignón –cuyo nombre verdadero es Esther– ya no vale nada porque ha perdido el favor del proxeneta y de los clientes. Las mujeres valen lo que están dispuestos a pagar los hombres.
Al final del viaje, Rachela ha asumido que todas las mujeres tienen un precio.

En la obra de Suárez sólo hay dos personajes. La puesta de Marcela Robbio incorpora al rufián, que se mueve como un espectro que acecha a las mujeres y no les pierde pisada. La incorporación resulta pertinente, ya que las palabras de las mujeres –como ya se ha visto– se encuentran permeadas por las categorías de su opresor (que es también el botín envenenado que ambas se disputan).

El desván cuenta la vida de dos víctimas de trata cuando ya están en su lugar de destino: Rosario (que por entonces ostentaba el apodo de “la Chicago argentina”). Los reclutadores –en su papel de falsos maridos o novios– se han esfumado para no volver y ya no despiertan ninguna ilusión: “Es la clásica; todos te dicen lo mismo. Que vas a ser Gardel y que te vas a hacer más millonaria que el millonario Rostchildo el Príncipe Brodsky”.
Tabita y Margot han enterrado cualquier esperanza romántica real: es imposible que un hombre se enamore de una prostituta. Cuando Margot pregunta si Gardel estaba enamorado de Milonguita, Tabita le responde sin dudar: “Era una película. Mirá que sos boba”. La vida en el burdel ha enseñado a ambas que aquellas historias que hablan de prostitutas amadas –o redimidas– no son más que ficción. La explotación prostibularia no da más que enfermedad: Tabita tiene tuberculosis e Yvonne –prostituta estrella del lugar– ha contraído la sífilis. Está flaca y demacrada, pero los hombres continúan solicitando sus servicios. “A algunos hombres les gustan las flacas” dice Margot a modo de justificativo. Tabita le responde que Yvonne parece moribunda. Su precario estado de salud no desmotiva a los clientes atraídos por la supuesta nacionalidad francesa de la mujer.
La obra alude aquí a un fenómeno que el feminismo abolicionista resalta una y otra vez: el absoluto desinterés de los prostituyentes por la situación y el destino de las mujeres que usan como objeto. La ideología de la prostitución sólo contempla un placer: el masculino. La prostituta está excluida de él como sujeto. Tabita –que ha vivido en Polonia una historia de amor homosexual con una aristócrata– cuenta lo sucedido omitiendo sus propios deseos. Relata que la joven se había enamorado de ella y que quería que viajaran juntas a Arabia para transformarse en hombre. La hija del príncipe –que desde chica tuvo clara su sexualidad– quiere renunciar a su sexo para poder vivir su sexualidad plenamente con Tabita.

Tanto afuera como adentro del prostíbulo, los hombres son los únicos que pueden ser dueños de su sexualidad, siempre y cuando sean heterosexuales, claro está. El prostíbulo es el lugar en que se refuerza la imagen del macho: Tabita y Margot espían a Gardel, que ha solicitado los servicios de Yvonne pero que no tiene sexo con ella.
Las protagonistas, desilusionadas, intentan encontrar las razones para una conducta que las decepciona (la estampa de “pingo” del cantor no se corresponde con el trato que brinda a la prostituta). En El Desván nadie es lo que parece: ni Yvonne –que no es francesa sino criolla– ni Margot –que tampoco es francesa, sino polaca– ni Gardel, un símbolo sexual a quien no le interesan las relaciones sexuales con las prostitutas que frecuenta para sustentar su fama de gran varón argentino. Lo único certero es la presencia de la muerte, que acecha a todas las víctimas del negocio.
Cuando al final de la obra, Tabita tose y mancha su pañuelo de sangre, invoca al orgasmo: “La petite morte”, murmura con el poco aire que le queda. La pequeña muerte, siempre ajena, que fue poco a poco tallando la propia.

La puesta de Julián Povea Díaz es notoriamente fiel al original. Florencia Fangi Boggia y Juliana Giménez llevan a cabo una labor actoral que asumen como un aporte a la lucha contra la trata de personas. “Queremos que esto que les pasó a Margot y a Tabita no pase nunca más” han dicho al final de alguna función, dejando en claro su compromiso humano con el tema. Se trata, en suma, de tres piezas que realizan aportes valiosos a un debate que está lejos de haber concluido. Queda pendiente – y esperamos con ansia – la aparición de obras que indaguen a fondo la subjetividad y las prácticas de los prostituyentes.

Fichas técnicas
Cortina de abalorios: http://www.alternativateatral.com/obra27664-cortina-de-abalorios

La Varsovia: http://www.alternativateatral.com/obra29433-la-varsovia

El desván: http://www.alternativateatral.com/obra26156-el-desvan

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