Francisco

Por Vanesa Lopardo
Francisco vive en el cajero con sus tres hijos. Le pregunto ¿qué pasó?
No es que no pueda imaginarlo, imaginar algo, pero en verdad es más grande mi curiosidad que mi imaginación, quiero saber.

—Todo se agotó —responde—. El trabajo se agotó, el dinero se agotó, la ayuda se agotó, el amor en los ojos de mi mujer se agotó. Se fue, y no la culpo. No la culpo con ojos de hombre. La culpo sí, con ojos de niño. Mis hijos no entienden.

Indago en la secuencia de los acontecimientos: 61 años, guardia nocturno, le faltaba un año para jubilarse. Un tipo que lee mucho, se define como un gran lector, no sólo de libros, también de circunstancias.
 Ahora están ahí, en un colchón. Me cuentan los chicos que por las noches hacen la mímica del sueño antes de dormirse.
 
—Nos ponemos en posición de dormir, simulamos que dormimos.
 
Como un ensayo, mientras continúa entrando gente. Cuando el movimiento se calma, se duermen.
Con el hambre no pueden solo quedarse quietos y esperar, hay que hacer algo.
Es bizarro el modo en el que están por fuera. Basta con dar una mirada a los productos culturales de la época, que están a disposición de muchos garantizando el derecho a la comunicación y la participación (prioridades de la vida democrática porque son puerta de entrada para el ejercicio de otros derechos) para notar —paradójicamente— que la pantalla más accesible para estos chicos es la del cajero. Un poco juegan, Francisco los reta con diversas frases que les reafirman que aquello tampoco les pertenece.
En tanto se me viene a la cabeza lo que alguien dijo en el último congreso de educación: “Las infancias interactúan con entornos digitales de maneras diversas”. Sin dudas, pienso.
 
Sigue Francisco:
—El desempleo es un efecto secundario de la terapéutica en la que insertaron a la economía. Por eso les explico a mis hijos que esto también va a pasar. Que las cuestiones llegan y se van, las crisis se acomodan solas.
 
La extrañeza del mundo deja a ciertas personas descarnadas en vida, algunas se aferran a una balsa, otras parecen inmunizadas, cubiertas por una capa de amianto.
 
—Francisco, podríamos pedir ayuda al Estado, improviso.
—¿Qué Estado? No hay Estado. Lo que hay son hombres y mujeres individuales tratando de salir adelante, esa es la victoria. Ni la moral ni la ayuda colectiva nos sacara adelante. El Estado y la vida democrática establecen límites. El problema son los límites. La última vez que pasé por una oficina del Estado alguien deslizó que es posible que sea esquizofrénico, perseguido por lo que llaman malos pensamientos.
 
Y luego:
—Le agradezco señora, pero no necesito ir al Estado: a pesar de todo me esfuerzo y mis hijos van a la escuela, allí tienen el comedor y hasta les dan ropa y zapatillas. Se me enfermó uno y en la salita lo atendieron de primera.
 
Y agrega:
—Además, si usted pidiera ayuda al Estado —me dice— jamás va a pedir en los términos correctos, porque usted no entiende-.
 
—Explíqueme, Francisco.
 
—Nos han despojado. Viviendo como vivo yo lo que se ha ido no es el derecho al trabajo o la vivienda, el derecho a la alimentación o a la educación de mis hijos. Es el derecho a enfermar, a envejecer, a jugar, a la amabilidad, la fragilidad, la comunidad. El derecho a ser un padre. A dejar de hacer la mímica del sueño. Es eso lo que no tenemos.
 
Sigue.
—No pertenecemos a la esfera pública ni a la privada, a ningún estrato, ni bienes materiales ni simbólicos, nivel de ingresos, nivel de estudios, tecnologías, el mercado, demandas sociales.
 
Y luego:
 — ¿Lo ve?… no nos encierra ningún concepto. Pero yo tengo capacidad de trabajo y de esfuerzo, conseguirme algún concepto es cosa mía.
 
En fin, quería presentar a Francisco formalmente, aunque seguramente todos lo vimos. Él, que no es un atributo fijo y estable de la realidad actual, es una relación contingente y situada, que puede (debe) movilizarse. Él, que es producto de una trayectoria.
Francisco que vive en el cajero del Banco Nación, porque de todos los demás los echaron, hasta eso… 
Tengo ganas de decirle que la pantalla del cajero sí les pertenece, igual que la escuela, la salita, las zapatillas, la ropa.
 
Pero no digo nada. No hay forma de empatar.

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