Prostituyen menores en San Miguel, El Salvador

En San Miguel, las menores no se prostituyen solas, sino que detrás de ellas está una red que las explota. El Diario de Hoy constató durante días como funciona esta trama.
Publicada 27 de agosto de 2006 , El Diario de Hoy El Salvador 
Son las horas del día cuando se espera que estén en la escuela, o en sus hogares haciendo sus tareas.
Pero en San Miguel, entre las siete de la mañana y las seis de la tarde, hay decenas de niñas que se dedican a la prostitución en las calles de esa ciudad.
Hay una zona roja tan conocida que aunque no hay signos en las calles, es fácil encontrarla. Sólo hay que preguntar por “El Pirulín”.
Es un punto céntrico, contiguo al estadio, donde aparentemente no pasa nada. Lo único que se aprecia, a simple vista, es un tráfico intenso de peatones.
Sin embargo, las apariencias engañan. En una esquina de esa zona permanece una anciana vendedora de periódicos. Además de vender los diarios, “monitorea” el área y si observa algo extraño avisa a otros involucrados en la red que explota a las menores. Ella es también un referente, un contacto para los que buscan “servicios” con menores de edad.

Las niñas que se prostituyen en estas calles pueden pasar desapercibidas. Con una modesta cartera bajo el brazo, no todas utilizan ropas llamativas o maquillaje. Muy a menudo, provienen de zonas rurales. Bajan a las calles muy temprano, entre las seis y siete de la mañana.

Los clientes suelen ser hombres mayores, ancianos incluso, de zonas rurales. Por ejemplo, El Diario de Hoy constató como un hombre de más de 60 años, con información ya facilitada, caminó hasta el centro de la cuadra y se acercó a una joven de pelo corto y rostro redondo. No tiene más de 16 años.
Hubo un intercambio de palabras, una negociación que terminó abruptamente, cuando el hombre rechazó algo, el precio quizás. Pero el hombre cambió de opinión, regresó y aceptó el trato. Juntos, se encaminaron hacia un hospedaje.

Un mapa clandestino
“El Pirulín” no es el único punto de prostitución de menores. En el parque Guzmán, ubicado frente a la alcaldía y la catedral, hay también actividad clandestina que se hace evidente siguiendo algunos cuantos indicadores.
Las menores pueden aparecer como simples vendedoras. Pero nunca acarrean suficientes productos. Usan canastas o guacales pequeños. Personas que trabajan en el parque pueden servir de contacto.
El perfil de los clientes es tan claro: hombre mayores de 40 años y de zonas rurales, con sus sombreros y sus machetes colgando del cincho muchos de ellos. Cuando uno de los periodistas que investigó para este artículo se sentó entre los clientes potenciales, fue ignorado por las “vendedoras”.

La prostitución de menores se detecta en otros puntos céntricos: en la avenida Roosevelt frente a la sala de té Analy, detrás de la “lotería de cartón”, detrás del edificio de la administración de renta, incluso, en el parque infantil.

En la terminal de oriente y en el parqueo municipal, así como en el parque Barrios, las jóvenes sí llevan maquillaje y visten faldas muy cortas. Utilizan también el camuflaje de vendedoras, ofrecen tostadas, agua, dulces. Pero como en otros lugares, la cantidad de productos es mínima dado que usan canastas pequeñas.
Hay algo particular acerca de estas niñas, una contradicción entre la edad que tienen y la que aparentan tener. Dos niñas, con cuerpos que indican que no son mayores de doce años, tienen rostros que las hacen parecer de veinte años o más.

Proxenetas
Las menores son sólo el rostro visible del fenómeno de la prostitución infantil en San Miguel.
Detrás de ellas, hay adultos que se lucran de sus actividades. La anciana vendedora de periódicos que vigila una entrada del área de “El Pirulín” es apenas una pieza en una estructura de relaciones más compleja.
Las menores no actúan solas. También en las calles existe una figura que se aproxima a la figura de la matrona de un prostíbulo. En “El Pirulín” es una mujer que llaman “la lésbica” la proxeneta.
Ella deambula las calles, anuncia problemas potenciales y se asegura que el negocio marche con regularidad.
Los taxistas también cumplen un papel de intermediarios. Llevan a los clientes que buscan “servicios” hasta la matrona o directamente a las menores de edad.
Los taxistas saben cómo localizar a las prostitutas menores, incluso cuando los puntos de encuentro cambian. También tienen una relación económica con los hospedajes, y reciben una comisión por cada cliente que llevan.
Esas niñas están en la escala más baja del comercio sexual. La dignidad inapreciable de sus cuerpos se oferta a precios nunca mayores de los diez dólares.
Una menor cobra entre dos y siete dólares, hasta un máximo de diez por prestar “servicios” sexuales. Pero con todas las cuotas que deben pagar, incluso el condón y los $3 del cuarto, sus ganancias por cliente nunca superan los $4 ó $5.
Con la explotación también se lucran las maras de la zona, que cobran “impuestos”, al utilizar un sistema muy similar al de las extorsiones.

Explotación
La prostitución de menores es un mundo que se esfuerza por permanecer invisible, pero en 2004 hubo un cambio que ha obligado a las instituciones a ver el problema con mayor claridad.
“La explotación sexual de menores no es un fenómeno nuevo, pero la forma en que lo visualizamos y tratamos cambió radicalmente con la reforma de las leyes hace dos años”, comenta Hugo Ramírez, subcomisionado de la División de Servicios Juveniles y Familia de la Policía Nacional Civil.
El Patronato para el Desarrollo de las Comunidades de Morazán y San Miguel (Padecoms), una organización que maneja un programa local de rehabilitación para menores que viven en condiciones de explotación sexual, estima que hay cerca de mil niñas sólo en las calles, una cifra que podría parecer exagerada, pero que no puede ser fácilmente rechazada.
Una labor de campo de ocho meses le permitió a este programa llevar a cabo un estudio que permite comprender la mecánica del problema, su organización en las calles, y una clara identificación de las víctimas y los explotadores.
“Nuestros objetivos para el estudio base eran claros: cualificar el problema y cuantificar la población”, explicó Leda López, la coordinadora del programa de Padecoms.
“Con lo que ahora sabemos, hay que cambiar el enfoque: el problema no es la niña, sino el adulto”.

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